CREO, LUEGO EXISTO
VÍCTOR REY
Hace un tiempo atrás la humanidad
daba crédito absoluto a lo que sus ojos veían y sus oídos escuchaban. Las cosas, la realidad eran tal cual uno las
percibía. Se trataba de un dogmatismo
ingenuo, por cierto irreal.
Poco a poco tardaron los hombres en
pasar a una actitud más critica. Se
tornaron escépticos, en el sentido de suspender un juicio categórico sobre la
realidad de lo visto y oído, en espera ratificaciones indisputables.
La dificultad para encontrar tales
ratificaciones y coincidir en su evidencia probatoria condujo al tercer
estadio: el subjetivismo. Se podía conceder que tal o cual afirmación
fuera verdadera; pero solo el sujeto que así la veía y evaluaba.
Cada uno sería el juez, la norma y medida de la verdad.
La verdad sólo existiría en la subjetividad de cada uno.
Como la vida en sociedad es difícil
de estructurar en base a una suma de subjetivismos, el paso siguiente fue aceptar la existencia de verdades
obligatorias para todos; dejando sin embargo constancia de que tal
obligatoriedad sería exclusivamente
relativa a es período o fase de evolución de la sociedad. Cambiadas las circunstancias y modificados
los consensos sociales, lo que ayer era verdad se trocaría en error o mentira;
y el crimen de antaño se legitimaría como derecho sagrado. Todo era relativo.
Los estudiosos y amantes del
conocimiento, y por ello de la realidad no tardaron en percibir la fragilidad
de un consenso basado en el relativismo.
Discurrieron entonces un ulterior criterio para afincar la verdad. Verdadero sería aquello que en la práctica se
demostrara útil para el perfeccionamiento.
El pragmatismo se erigió como metro ordenador y cualificador de la
verdad o la mentira de las normas éticas y jurídicas. Bajo su sombra se fraguaron realizaciones
históricas como un cierto capitalismo orientado primordialmente al lucro sin
freno, y una interpretación sociológica y teológica del marxismo, que validaba
como buena toda conducta y probablemente eficaz para derrotar al enemigo.
A estas alturas, otros estudiosos y
amantes de la sabiduría se ocupan en escudriñar el apasionante misterio de la
verdad, y reflexionan sobre la capacidad que el hombre tiene de
encontrarla. Ya tiene claro que el tema de
la verdad no es una cuestión bizantina.
De la posición que se tenga ante ella puede depender y de hecho ha
dependido la vida de millones de seres humanos.
La pseudo verdad del racismo sigue condenando a muerte a todos los que tienen la desgracia de
pertenecer a un grupo étnico que algunos motejan como despreciable o inferior.
Se esboza, a la luz o a la sombra de
lo anterior, un desafío imperativo:
resumir el esfuerzo personal y social por arribar a las certezas de la
verdad. La verdad libera, y Dios quiere
hijos y no esclavos. Error y mentira son
formas de esclavitud. La ausencia de
verdad, con mayor razón su grosera transgresión, auguran y preparan la muerte
del hombre.
¿Dónde ir a buscar esas
certezas? El escenario actual no parece
el más apropiado. Nuestra época se
caracteriza por el miedo, la incertidumbre, donde la única certeza, es que no
hay certezas. No es sólo el miedo a
volar, a invertir, a perder el empleo.
Hay miedo incluso de vivir. A
muchos se les escaparon las certezas sobre las que solían construir sus
proyectos. La caída de la torres gemelas
en Nueva York en el 2001, se parecen a la imagen de la torre de Babel: la fuerza humana es incapaz de levantar una
construcción que llegue al cielo y subsista.
Con dolor, la humanidad retoma conciencia del axioma bíblico: “ Si el Señor no construye la casa, de nada
sirve que trabajen los constructores; si
el Señor no protege la ciudad, de nada sirve que vigilen los centinelas.”
(Salmo 127:1).
Todo apunta hacia Dios, generador,
garante y meta de nuestras certezas. El
que creó la vida es el mismo que afirmó y probó ser la verdad. Si su creatura predilecta, el hombre y la
mujer, quedan librados a sus propias luces, ya no son o no se sienten capaz de
conquistar una certeza, porque sus fundamentos colapsan y sus argumentos se autodestruyen,
entonces la supervivencia humana depende de una reconquista de la fe. La fe puede y debe suministrar esas certezas
que, cual punto de apoyo, le permitirán a la humanidad de hoy vencer la
incertidumbre y el pánico. Quitémosle al
hombre y la mujer la fe, y lo habremos dejado en el umbral de su
aniquilamiento.
El justo por la fe vivirá.